Por Suaznabar
La Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTreF) hizo unión con el artista multidisciplinario Christian Boltanski (1944, París) y exponen/expusieron cuatro muestras: Una en Tecnópolis, ya finalizada, otra en el Museo de la Universidad, una tercera en la exsede de la Biblioteca Nacional, y la que será reseñada en esta nota, en el Museo “Hotel de Inmigrantes” (en lo que hoy es Puerto Madero, y antes simplemente el puerto).
Lo primero que nos encontramos cuando llegamos es el lugar: el exhotel se abre frente a nuestra mirada desde atrás de unas rejas y se extiende su campo verde entre jacarandás y paraísos. El lugar se impone y nos hace pensar en el pasado de la ciudad, del país y de casi todos nosotros, a los que como argentinos nos pasan por nuestra sangre gotas de inmigrantes que vinieron al país buscando un mejor futuro o escapando de guerras y hambrunas. La instalación está, de alguna manera, anclada en el lugar, y es necesario entender qué era eso, para entender qué hay dentro.
Hay que subir tres pisos por escaleras de escalones gastados, donde pegadas en las paredes agrietadas con azulejos medios rotos están los pequeños anclajes del artista y de su concepción de la obra. Una vez dentro nos encontramos con la oscuridad buscada por Boltanski, que para la muestra tapió todas las ventanas. En el tercer piso del hotel son pocos los elementos que dan forma a la instalación: luces, humo, algo de mobiliario, ropa y sonido. Todo se conjuga para formar una sensación particular en el espectador. En la primera sala nos encontramos con ojos colgados en telas blancas desde el techo, entre el humo, la oscuridad y la luz, esas miradas nos siguen mientras nos hundimos en la muestra, tocando los elementos para pasar y llegar a la palabra “Bienvenidos” formada por farolitos con luces de colores.
Luego llegamos a un corredor donde se abre un pasillo largo, entre el humo que sale de las máquinas y luces que velan la mirada. Una guía de lámparas incandescentes, armadas en perfecta línea, nos llevará hasta el final, también marcada por un haz de luz que nos pegará en la cara. Los dos extremos son iguales, el camino se repite de un lado y del otro, quizás como todo en la vida, no hay adelante y atrás, sólo una sensación. Entre las luces, aparecen las presencias colgadas, quizás los antiguos habitantes del hotel, quizás todos nosotros. Están representadas por sobretodos, sieteoctavos, capelinas, sacos y gabanes, negros, de tela tosca, que cuelgan, que los asistentes esquivan y tocan sin querer. Por eso se mueven, entre claroscuros y humo. Pero mientras nos vamos hundiendo también empieza a jugar el oído, porque voces en muchos idiomas nos atacan por todos lados, haciendo que todo adquiera un aura fantasmagórica. Y por un momento nos sentimos migrantes, perdidos en el Hotel, entre voces, caras y ropas que no conocemos. La sensación es agobiante.
Llegamos a las otras salas, en una donde hay sillas vacías y la soledad hace contrapunto con la presencia de los fantasmas en el pasillo. En otro lugar están las camas, tapadas con plástico, tal vez las presencias duermen en camas de hierro. Hay una escena a la que vemos desde fuera –quizás como una trifulca en la cual no debamos participar- armada como una puesta de contraluces. Y llegamos al final, preguntándonos que habrá en las otras puertas cerradas, y volviendo a hacer el mismo camino hasta el final, marcado con la luz, que hace que todos los que vienen en el otro sentido, sean figuras, sean sombras sin caras, sean a su vez presencias, como las que cuelgan de los techos enfundadas en sus sacos negros.
Y luego, al final, bajamos, salimos del Hotel, la luz del sol nos da en la cara. Salimos del complejo y volvemos a ver la ciudad, en ese punto, lejana, pensando qué habrán visto los que habrán salido de ese lugar por primera vez, qué habrán sentido. Es imposible deslindar la obra del lugar, algo que quizás nunca haya que hacer, pero aquí está pronunciado, y creo que Boltanski, justamente -aquí más que nunca- jugó con eso.
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